El humo que sale de mi boca es iluminado por la farola que hay junto a la ventana, humo que luego escapa de su luz y se funde con la oscuridad del cielo.
Me encuentro allí sin pensar en nada en particular cuando lo veo. Y él me ve o al menos eso creo.
El gato negro esta en un tejado, moviendo su cola como un látigo en cámara lenta.
El gato negro me ve, ahora no lo creo sino que de alguna manera lo sé.
Me mira comprensivamente como si se encontrase haciendo el equivalente felino a fumar solitariamente de madrugada.
Mueve su cola y yo muevo el brazo, como si fuésemos hermanos de media noche.
Él me entiende, yo lo entiendo. Quizá solo él me entiende.
La luz de la farola se apaga de pronto sacándome de mis ideas. Miro sorprendido como el filamento que hace un instante resplandecía ahora es una linea que rápidamente pasa del rojo vivo al negro, y luego le vuelvo a mirarlo a él. Fue él, el gato negro. Él la apagó.
Lo sigo mirando, y todas las luces de la calle se van apagando... Más que eso, yo sé que van a apagarse y sé cual será la siguiente.
¿Quién las apaga realmente?
Yo lo hago y él me observa sorprendido, quizás. Yo decido cual luz se apaga.
Decido mirar al cielo y probar suerte, y una a una aquellas lejanas luces que forman las constelaciones se apagan también.
Lo hago yo. Yo controlo la oscuridad. Yo soy la oscuridad.
Vuelvo a mirar al gato negro aunque ya no le veo realmente. La única luz que existe en el universo es la de sus ojos que aun me miran. Parpadea y se acerca, salta hacia la calle, o al menos eso creo pues ya no hay tejado, ni farola, ni asfalto; solo existen la sombra perpetua y él observándome desde abajo, llamandome con sus ojos porque al fin lo entiendo: Yo soy como él y él es como yo. Dos criaturas compartiendo la media noche.
Así que suelto mi cigarro y me lanzo yo también hacia la oscuridad.
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